Domènec creyó que debía contar a los demás -en realidad, explicarse a sí mismo- las mil y una variaciones del paisaje según las horas del día, con expresión de sus sentimientos a través de aquellas maravillas cromáticas. El Montseny fue para Domènec la espoleta estética que le ayudó a sentir crecer en él una íntima forma de expresarse.
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